REPORTAJE
por Martín Ibarrola
PIONERO RUTEON
Navegamos en catamarán junto al capitán y ex militar SAS Mike S., que descubrió un fardo de costo por valor de 50.000 euros en una ruta caliente del Mediterráneo
Mike S. sabe que si alguno de sus tripulantes cae al agua, los motores del catamarán no tendrán potencia suficiente como para volver a buscarlo, así que decide refugiarse en el pueblo gallego de Viveiro hasta que amaine el temporal. Pasea por el puerto con las botas roídas y una extraña mezcla de calma e inquietud, un rictus habitual entre los marinos que observan el horizonte desde tierra. Mike S. nació en Manchester, aprendió a navegar en los lagos de Nueva Zelanda y ahora se dedica a transportar embarcaciones de alta gama de un país a otro. Es lo que se conoce como un ‘skipper profesional’. He decidido seguirlo durante dos semanas para conocer su historia, pues me han dicho que debajo de esa apariencia afable, el capitán inglés esconde un pasado convulso.
Al ‘segundo de a bordo’ es fácil imaginarlo con un cuchillo en la boca y una bandera pirata a su espalda. Se llama Mike Brontë, tiene 71 años y no está seguro de si ha dado la vuelta al mundo cuatro o cinco veces. Lleva tatuado en el brazo el emblema de la Isla de Man, su añorada tierra natal, y aunque reniega de la corona británica confiesa provenir de la misma rama familiar que las hermanas Brontë, las famosas escritoras de Howorth. Ha trabajado en un psiquiátrico, ha sido ingeniero jefe de varios cargueros trasatlánticos, ha vivido en África como operario de la Marina Mercante y ocasionalmente conduce el tranvía de Man. Una vida entregada a los ruidosos motores de la sala de máquinas que le ha dejado un curioso deje: habla muy alto a pesar de no tener problemas de sordera. “Igual no se ha dado cuenta de que ya no lleva los cascos puestos”, puntualiza el capitán con su habitual flema británica, a lo que el isleño responde con fervientes derivados del “fuck” y un puño al aire.

Fotos: Martín Ibarrola
El tercer tripulante, Gonzálo Corcuera, es un ertzaina jubilado que aprendió a navegar de manera autodidacta en Laredo. Acostumbrado a batirse con el oleaje cantábrico y manejar su velero ‘Hobbit’ en solitario, únicamente le intimida la barrera lingüística que lo separa de los británicos. Durante todo el viaje escucharemos los pitidos marcianos de una aplicación que utiliza para aprender inglés y con la que mata los tiempos muertos. Corcuera posee el mayor rango de la navegación deportiva, además de diferentes carnés para conducir motos, coches y camiones. De complexión fuerte y espíritu fiero, reconoce ser un tanto hiperactivo. “No doy un paso atrás ni para coger carrerilla”, repite en varias ocasiones.
Los lujos de un vagabundo
El último encargo del ‘skipper’ consiste en un lujoso catamarán francés que deberá entregar a una empresa de Palma de Mallorca. Antes de zarpar, la tripulación cubre los muebles con un film de plástico, forra las esquinas con cartón y coloca una lámina de aluminio sobre el fuego de la cocina. Así evitan las manchas, amortiguan los golpes y sortean los rayones. Es un modo de vida a medio camino entre el lujo y la austeridad. Una vez en el agua, Mike S. abandona su camarote, estira el saco de dormir en el salón y ordena ser molestado ante la más mínima incidencia. Los cuatro compartimos la misma rutina de trabajo: dos horas de guardia y seis de descanso.
Atravesamos en silencio la Estaca de Bares, última confluencia entre el mar Cantábrico y el Oceáno Atlántico, epicentro de un territorio bamboleante al que los marinos gallegos llaman Costa de la Muerte y que ha forjado su nombre a base de naufragios. Las estadísticas oficiales indican que de todos los siniestros comunicados anualmente a las autoridades de España, aproximadamente un cuarto suceden en Galicia y casi tres cuartas partes corresponden a barcos pesqueros. Aprovechamos que el Océano Atlántico nos brinda una brisa favorable para poner viento en popa y alejarnos de allí a toda vela. Mar adentro, los imponentes cargueros albergan comunidades enteras de gaviotas y los cruceros nocturnos se vuelven tan luminosos que parecen árboles de navidad ambulantes.
Todos ellos circulan por una autopista invisible que regula las tres zonas marítimas más transitadas de España: Finisterre, el Estrecho de Gibraltar y el Cabo de Gata. La única manera de ver estos carriles es a través del sistema de navegación AIS, que dibuja unas gruesas líneas de color rosáceo sobre la pantalla. El programa también permite calcular los rumbos de colisión entre dos buques y los detalles técnicos de cada uno. Parece que ya no hace falta subir al palo mayor para otear el horizonte. Brontë lanza un cigarrillo al agua antes de advertirme:
—Bueno, tú no te fíes y mantén los ojos bien abiertos. Nunca sabes quién está al timón de esos barcos. Podrían destrozarnos sin darse cuenta.
El AIS acaba de divisar un buque de más de 300 metros de eslora que cruzará nuestro rumbo a menos de media milla de distancia. Y la hemeroteca secunda la desconfianza del experimentado ingeniero. Un carguero californiano que partió en 2019 desde Long Beach hasta Manzanillo descubrió que arrastraba una enorme ballena en su proa al fondear en el puerto mexicano. Los marineros aseguraron no haber escuchado nada. El mismo año, otro carguero de nacionalidad rusa chocó contra el puente de una autopista surcoreana. El capitán fue detenido mientras trataba de huir de la escena con una tasa de alcohol muy por encima de la permitida.

Foto: Martín Ibarrola
El pesquero fantasma
“Mike, hay una luz roja delante. No sé qué es y no aparece en el AIS”. Mike S. escucha el parte con un solo ojo abierto y mira a través de la ventana. Es el turno de noche y el punto rojo se acerca cada vez más rápido. El skipper se incorpora de un salto, desactiva el piloto automático y maniobra a estribor. Igual que el señuelo de un pez de las profundidades, la luz camuflaba un pesquero de unos veinte metros.
—¡Están trabajando a oscuras, los muy bastardos!
Pasamos tan cerca que somos capaces de distinguir las caras de los tres pescadores que corren de un lado a otro de la cubierta, alumbrados por sus linternas. Una cuarta cabeza asoma desde la cabina de mando, mira atónito nuestro catamarán y vuelve a desaparecer. Segundos después, los focos exteriores del pesquero se encienden. Las embarcaciones pequeñas como esta no están obligadas a aparecer en el sistema AIS, lo cual, en plena noche y sin luces, los convierte en peligrosos fantasmas. Quién sabe qué hacían allí. Quizá no tuviesen licencia para pescar y evitasen a las autoridades. Quizá habían descubierto un santuario de pesca y no querían que sus compañeros supieran su posición. Por algo dicen los marinos que el mar ha sido siempre un lugar de saqueo. A la mañana siguiente Mike S. se confiesa mientras calienta agua para su te negro:
—En estos viajes no me permito ningún error. Todo debe estar controlado al milímetro. Y a veces… echo de menos la acción.
Las condecoraciones militares de Nueva Zelanda, Australia y Reino Unido que guarda en su camarote relatan un pasado bélico. Posiblemente sea el único oficial reconocido por los tres ejércitos de la Commonwealth. Fue también capitán de los SAS, un cuerpo de élite con un entrenamiento tan extremo que ha provocado la muerte de varios reclutas. En su época, la prueba de entrada consistía en un mes de agotamiento físico y una semana de interrogatorios. Aunque más que preguntar, los monitores estrujaban las debilidades psicológicas de los aspirantes para comprobar quién aguantaría una situación parecida en la vida real.
—Estuve 79 horas de cuclillas, con las manos esposadas a la espalda y una bolsa en la cabeza. Pusieron la canción ‘Give peace a chance’ en bucle y a todo volumen, ya sabes, la de John Lennon y Yoko Ono.
El capitán tararea el estribillo con cierta molestia. “All we are saaaaying is give peace a chance, all we are saaaaying is give peace a chance…”. Aún conserva las marcas de las esposas de plástico en sus muñecas.
—Había una prueba en la que una mujer especialmente perversa se burlaba de tu pene, otra en la que te introducían objetos por el culo… Trataban de minar tu resistencia de todas las maneras posibles y, aunque siempre había un médico delante, muchos no aguantaban.
A Brontë se le ilumina la cara. “Sea lo que sea lo que le metieron, ¡aún no se lo han sacado!”, interrumpe con una risa escandalosa. Cualquier otra persona habría lamentado las consecuencias de ese comentario, pero los dos isleños comparten una complicidad digna del cirujano y el capitán de las novelas de Patrick O’Brian. Mike S. evita desvelar detalles de las operaciones especiales en las que participó y únicamente menciona que lideró grupos de cuatro o cinco de soldados ‘top’ en Oriente Medio y Bosnia y que estuvo al mando de una compañía de 114 hombres y 5 oficiales en Irlanda del Norte en la época dura del IRA, donde se acostumbró a dormir con una pistola debajo de la almohada. “Llegó el momento de retirarme y no quería acabar en un despacho. Era demasiado político, demasiado aburrido. Así que decidí ir por libre”. Hasta entonces nunca había querido mezclar su afición por los barcos con el trabajo.
—Temía que estropeara una pasión genuina, como el pastelero que deja de comer chocolate. Luego pensé, a la mierda, después de 23 años de carrera militar ya es hora de volver a la mar.
Brontë asiente en silencio, pues conoce bien los sacrificios que conlleva esa decisión: la mar rara vez corresponde a sus pretendientes. Alcanzamos el extremo suroriental de Portugal en plena noche y las estrellas configuran un enigmático mapa celeste. El plácton bioluminiscente alumbra nuestro rumbo en delicados estallidos azules. Poco antes del cambio de guardia, Mike S. recuerda los días de calma chicha en el Océano Pacífico, cuando no era capaz de diferenciar el cielo estrellado de su reflejo en el agua.
—Esas noches navegas como si volases por el espacio, apartando estrellas a tu paso.
Al día siguiente bordeamos el cabo portugués de San Vicente, conocido en otros siglos como ‘el fin del mundo’, y un ave blanca posa sus alas negras sobre el agua. Es un alcatraz. Al acercarnos, el enorme lomo de una criatura oscura aflora a la superficie y ahuyenta al pájaro.
—¡Una ballena! ¡Una ballena!

Foto: Martín Ibarrola
Olor a bacon, olor a cadáver
Antes de cruzar el transitado estrecho de Gibraltar, vuelve la cobertura y llegan las noticias de un pesquero hundido frente a las costas de Marruecos. Han localizado en las proximidades de Tarifa, al sur de España, los cuerpos sin vida del patrón y de un marinero. Ninguno llevaba puesto el chaleco salvavidas, por lo que el accidente tuvo que ser fulminante. La radiobaliza de la embarcación, que se activa automáticamente al entrar en contacto con el agua, lanzó una última señal de socorro durante la madrugada, pero los pescadores ni siquiera tuvieron tiempo de gritar “mayday” por radio. Ahora, las autoridades solicitan a los barcos que navegan por la zona que agucemos la vista ante posibles náufragos.
Mike S. reconoce no haber visto nunca un cadáver flotando en el mar, aunque pierde la cuenta con el número de muertos que ha presenciado en tierra firme. Poco después de abandonar el ejército trabajó como “asesor de seguridad” en Iraq y Afganistán, escoltando al embajador australiano y protegiendo instalaciones de una empresa de construcción.
—Recuerdo un autobús escolar en Başrah. Éramos los primeros en llegar. Los niños tenían la parte inferior intacta, con sus manos aún agarradas a las mochilas, pero la parte superior estaba completamente desmembrada. Los estómagos aún burbujeaban sangre.
A pesar de haberse acostumbrado a la muerte, la muralla psicológica que había construido durante su estricto entrenamiento militar se agrietó por un flanco inesperado: el olfato. Al parecer, el olor de las quemaduras y las heridas abiertas es idéntico al de la carne cruda.
—No sufría estrés postraumático ni nada parecido, pero era incapaz de probar bacon. Y el bacon es una de mis comidas preferidas.
El aroma de las tiras de cerdo churruscadas lo arrastraban una y otra vez al autobús de Başrah, así que el skipper decidió enfrentarse a sus miedos más profundos de una manera inaudita. Se apuntó a un curso de cocina. Y durante más de un año, coció su propia terapia a fuego lento, hasta que volvió a casa con un diploma, un gorro blanco y una herida curada. Ahora, cada vez que Mike S. prepara su tradicional English Breakfast fríe el bacon con una normalidad insondable y sin que ningún fantasma del pasado aceche su mente. Solamente cuando come una hamburguesa desvela parte de la cicatriz que le dejó la guerra:
—Que la carne esté muy hecha, por favor.
¡Hachís a la vista!
—¡Un Paquete! ¡Un paquete a babor!
El fardo flota a pocos metros del catamarán. Nos encontramos a 33 millas al suroeste de Cartagena, en mitad del Mediterráneo, y contemplamos el bulto con fantasiosa intriga. Subirlo al barco supone un esfuerzo inesperado, pues su peso rondará entre los 35 o 40 kilos. Mike S. desenfunda un cuchillo y corta con cuidado una capa de plástico tras otra, hasta que entierra el filo en un material arenoso. El capitán arranca un pedazo de masa marrón y el aroma que desprende no deja lugar a dudas. Se trata de un enorme alijo de hachís. Comenzamos a fantasear con la infinidad de posibilidades que nos ofrece el botín. “¿Y si lo vendemos? ¿Cuánto valdrá? ¡Lo querrán en cualquier puerto! ¡En Canadá nos haríamos de oro! ¡O nos lo llevamos a casa!”. Pero el ertzaina jubilado no cree que sea ninguna broma:
—Esto pertenece a alguien con el que no queremos cruzarnos. La pena por traficar con una cantidad como esta puede ser de ocho años y ahora mismo estamos transportando la droga en el barco.
Decidimos informar inmediatamente al Centro de Salvamento Marítimo, que nos deriva por radio a la Guardia Civil. “Mantengan la ubicación y no apaguen el sistema de navegación. Una patrulla llegará en poco más de una hora”. El policía retirado no puede creerlo.
—Treinta y siete años en la Ertzaintza y nunca había encontrado nada. Ahora me vienen 35 kilos de golpe.
La lancha de la Guardia Civil aborda el catamarán a toda velocidad y dos agentes saltan a la cubierta. Tras comprobar la documentación explican con cierta desgana que los traficantes no siempre precintan paquete correctamente, por lo que surgen burbujas de aire dentro del plástico que lo mantienen a flote. Los guardias civiles asumen que se les cayó al agua por el oleaje o lo tiraron por miedo a ser atrapados. En Marruecos un kilo de hachís cuesta en este momento alrededor de 700 euros. Al cruzar el charco, el precio sube hasta 1.500 y sigue ascendiendo a medida que se eleva en latitud. En Francia, el kilo ronda los 2.000 euros; en Alemania, 3.000; en Suecia y Noruega, hasta 5.000. El fardo flotante alcanzaría, por lo tanto, un valor mínimo de 50.000 euros.
La noticia de que un capitán británico ha descubierto un fardo de hachís en mitad del Mediterráneo vuela hasta Inglaterra y llega con sorprendente rapidez a la redacción del periódico The Sun, siempre ávido de noticias rocambolescas. El tabloide amarillista publicará una nota del suceso junto al caso de una peluquera que avistó una babosa moteada gigante y estimará el precio del botín en 250.000 libras, una cifra un tanto desorbitada. Precisamente, al bromear con los agentes que han subido al catamarán si existe algún premio o recompensa para este tipo de hallazgos, uno de los guardiaciviles responde con desconcertante ironía:
—Pues no. La siguiente vez, o lo fumáis o lo tiráis por la borda.

Las mafias del agua
Para los patrulleros de estas aguas 35 kilos de costo no representaría más que las migajas del pan de cada día. “Tenemos el mayor productor de hachís a 13 kilómetros de nuestras costas y un mercado europeo deseoso de consumir. El tráfico en esta zona es altísimo. Solo en España se incautan 400.000 kilos al año”, explica una fuente de la Guardia Civil especializada en el tráfico de drogas en el Mediterráneo. El experto duda que el fardo encontrado cayera por un descuido del piloto pues se trata de una mercancía muy valiosa. “Lo más probable es que dejaran caer parte de la carga durante una persecución con tal de ganar velocidad o deshacerse de pruebas”. Se trata de una situación tan habitual que en el sur de España existen individuos apodados ‘bosquimanos’ que se dedican a localizar cargamentos extraviados entre los restos de la marea.
Las mismas fuentes aclaran que no existen mafias de hachís como tal. Son pequeños grupos criminales que operan entre Marruecos y España y cuya estructura rara vez supera las diez personas. Para temas de logística, transporte o descarga subcontratan a otras personas, como lo harían en cualquier negocio legal. Los narcos suelen cargar hasta 2.500 kilos en lanchas con cuatro motores y hasta 500 en las zodiacs ‘choriceras’. Últimamente también acostumbran a acercarse a pesqueros y veleros que navegan por el Mediterráneo y descargar la droga en mar abierto, lejos de la mirada de los patrulleros. Las cantidades que manejan, sin embargo, no llegan a los niveles industriales de las rutas del mercado libanés, egipcio o tunecino, donde se han realizado incautaciones de hasta 30 toneladas en una sola embarcación.
En la mesa interior del catamarán, El espejo del mar de Joseph Conrad sirve para sujetar las cartas de navegación. Alguien ha marcado la cuarta página del decimotercer capítulo. “Dichoso aquel que, como Ulises, ha hecho un viaje aventurero; y para viajes aventureros no hay mar como el Mediterráneo, el mar interior que los antiguos encontraban tan inmenso y tan lleno de prodigios. Y, en efecto, era terrible y maravilloso; pues no somos sino nosotros mismos, regidos por la audacia de nuestras mentes y los estremecimientos de nuestros corazones, los artesanos de cuanto portentoso y novelesco hay en el mundo”. Después de entregar el alijo de hachís, los días transcurren con monótona tranquilidad, hasta que Brontë descubre la escasez de sobrecitos de Yorkshire y anuncia dramáticamente con unos pantalones cortos remachados y un pañuelo pirata en la cabeza:
—Me temo que nos adentramos en ese peligroso territorio en el que tendremos que compartir las bolsitas de te.
—Qué desastre… —lamenta el capitán— ¡Busquemos un puerto!
Foto: Sergi Mingote