«Hic Sunt dragones» o «Aquí hay dragones» era una frase utilizada en tiempos medievales para referirse a territorios inexplorados y peligrosos. Acompañaba a esta expresión la costumbre de rellenar con figuras de serpientes marinas los espacios en blanco de los mapas. Estos días que hemos asistido al horror de la caída de Afganistán en manos de los talibán, he recordado mis experiencias en territorios fronterizos donde los monstruos, los dragones humanos, siguen dejando su rastro viscoso por la geografía.
Aunque lo fui, ya no ejerzo de periodista, me considero más un historiador especializado en viajes y exploración, con afición, -eso sí- a notariar algunos de los conflictos que definen el presente. Eso no es óbice para que mis rutas, tras los hechos de pioneros y exploradores, me hayan hecho a menudo trabajar en lugares sin Estado o donde este es una entelequia. Y la ausencia del Estado siempre es llenada por otro tipo de orden, infinitamente más caótico y brutal: El hampa, el crimen organizado o las bandas de señores de la guerra, que vienen a ser más o menos lo mismo.
Territorios sin presencia del Estado
Mientras buscaba extintas civilizaciones, seguía los pasos a exploradores del pasado, o trataba de alcanzar lugares remotos hace tiempo olvidados, a menudo me he dado de bruces con el horror en América del Sur, en África y en Asia. Recuerdo por ejemplo a aquella mujer embarazada con problemas para parir que los soldados de Obiang querían dejar morir por simple placer en Guinea Ecuatorial; los relatos de las familias saharauis represaliadas por Marruecos en Sahara Occidental, los crímenes cometidos por los restos de Sendero Luminoso -hoy meros traficantes de droga atrincherados en la región del VRAEM peruano-, cuyos sicarios disparaban a la gente en el vientre para después quemarlos vivos con gasolina; la locura de los mineros del oro del Madre de Dios, que sacrificaban niños de la calle en las minas por la superstición de que la sangre infantil hace brotar el metal amarillo. O aquella niña prostituida en el Amazonas con sólo 12 años, a la que violaban muchos hombres cada día y cuyos bebés era asesinados a machetazos por los proxenetas cada vez que daba a luz.
Nunca he permanecido indiferente ante estos horrores; aunque mi trabajo visible tiene que ver más con la literatura y la historia, he venido realizando una modesta labor de denuncia de tapadillo. Escribiendo algunos artículos para medios y ONGs, de denuncia u opinión, grabando pruebas de crímenes que he ofrecido o puesto en manos de ciertas organizaciones, o llevando en mi ruta a periodistas de investigación (como el amigo Martín Ibarrola, con el que crucé medio Amazonas en 2019, que ha venido denunciando mediante una serie de artículos y con un libro los horrores que suceden hoy bajo los árboles del pulmón del planeta), mucho mejores que yo para lograr el objetivo de mostrar la cara de la serpiente.
Fundamentalismo islámico

Talibanes afghanos durante una convención
He asistido a asaltaos de delincuentes comunes en caminos y favelas, a asesinatos por parte de traficantes y paramilitares, a miserias nacidas de dictaduras…El mal se expande por la geografía con los bríos de un incendio y no existe mejor comburente que el fundamentalismo; por eso, de todas las barbaridades que me quitan el sueño, la palma se la lleva el fundamentalismo islámico. Ya había rozado su aliento en lugares como Sahara (territorio del famoso contrabandista y yihadista Belmojtar), Uzbekistán y Mauritania; pero en Irak, en plena guerra contra el Estado Islámico, fue donde viví mi noche más oscura: los horrores de la batalla de Mosul, el desastre medioambiental de los pozos ardiendo de Al Quayara… Horrores suficientes para una vida, sin duda; pero en mis noches en vela, hay una tragedia que regresa una y otra vez: y es la que viví en la ciudad kurda de Sinjar. Algún día Sinjar, el Gernika iraquí, se erigirá en símbolo de aquella terrible guerra. Conquistada el 2 de agosto de 2014 por los islamistas radicales, no fue hasta noviembre de 2015 que se consiguió recuperar gracias a las tropas kurdas de Iraq y Siria (PKK) y a los aviones de la coalición, cuyas bombas terminaron de pulverizar la ya derruida población. Sus habitantes sobrevivieron durante meses sitiados en la motaña de Jebel Sinjar, «alimentándonos -según me dijeron- de frutos silvestres y de la comida que lanzaban los aviones occidentales».
Llegué a la zona a las tres semanas de su reconquista, eludiendo por los pelos el frente de guerra mediante un rodeo desde la frontera siria; asistí a un mitin encendido de los guerrilleros comunistas del PKK en la cima de la montaña, para después bajar a la ciudad que aún estaba casi asediada por el Estado Islámico. Toda la población -que antes tenía unos 25.000 habitantes- yacía atomizada en un puro amasijo de polvo y hierros lleno de trampas explosivas. Sólo algunas de las casas de los vecinos no sunitas -que estaban minadas por el EI- estaban marcadas con banderines rojos y grafitis. La sensación que tuve al recorrer lo que fue su centro histórico basculaba entre la desolación y el espanto. «Está todo minado y algunas trampas explosivas son muy sofisticadas -me avisaron tres jóvenes peshmerga-. Además pueden quedar yihadistas en sótanos y aljibes».
Lo más peligroso eran los túneles, que recorrían el subsuelo de la población y que «fueron construidos por los esclavos de los yihadistas para esconder riquezas y resistir los bombardeos de la coalición». En patios y habitaciones se pudrían aún los cadáveres de los yihadistas cuyo origen diverso se advertía en los grafitis de las paredes – en varios alfabetos- y que versaban invariablemente sobre la obsesión última de este ejército de locos: la religión. Entreveradas con los a Dios y a Mahoma en árabe, unos trazos en cirílico anunciaban la presencia de los «lobos de Chechenia», cuyos francotiradores habían resultado el terror de los kurdos desde un silo recientemente conquistado.
VÍDEO: Viajes al horror
Imágenes impactantes grabadas por Miguel Garitano durante su estancia en Iraq documentando algunas de las atrocidades cometidas por los fundamentalistas islámicos
Narración: Javier Valle
El violadero del hospital de Sinjar
Sinjar es el corazón del mundo yazidí, una minoría religiosa que enraiza muchas de sus creencias en el zoroastrismo. Los sunitas radicales consideran a esta gente «adoradores del demonio» y los terroristas del EI trataron literalmente de exterminarlos a todos menos a las mujeres jóvenes. «Se han llevado a más de 300 como esclavas sexuales -me explicaban Amir Balier Ismail y Ez-Aldeen Rashoo, dos trabajadores del hospital de Sinjar-. Se las intercambian entre los yihadistas o las venden en Raqqa, Tal Afar o Mosul». Salvo algunos edificios derruidos ocupados por los peshmerga, el hospital era el único edificio en pie. Escondía el horror en un cuarto con dos estancias separadas por un biombo: «En este cuarto – me susurraba Ez-Aldeen Rashoo- las preparaban (mientras hablaba me mostraba una serie de tétricos vestidos de novia y una cesta llena de coronas de flores de plástico) las casaban gracias a un imán que se prestaba a ello y acto seguido las violaban en esta camilla. La mayoría no eran más que niñas. 40 mujeres de mi aldea están entre las secuestradas, muchas de ellas de mi familia». No sé cómo podía seguir hablando pero lo hizo: «El primer mes aún tuvimos noticias porque algunas escondieron sus móviles. Nos llamaban desde Tal Afar y nos contaban todas la barbaridades que estaban padeciendo».
Con ellos recorrí también las fosas comunes donde todavía descansaban si sepultura los restos de las mujeres mayores: aquellas que por su edad, no eran apropiadas como esclavas sexuales. «Trajeron aquí a todas las mujeres, pero separaron a las ancianas y las fusilaron sin contemplaciones. No eran útiles como esclavas sexuales», me contaron mientras señalaban los cráneos que todavía salían de entre la hierba.
Sinjar -que aún estaba rodeada por todas partes menos por las estribaciones montañosas del norte- era un punto estratégico porque por ella pasa la carretera que une Mosul y Raqqa. Los peshmerga (milicianos del PDK) la habían cortado pero -como me advirtió el comandante Salal Mohamed Rahim, herido en un brazo por el disparo de un francotirador- «Daesh utiliza ahora pistas que ha abierto más al sur». Con los guerrileros kurdos recorrí algunos de los túneles aún inexplorados, y conseguí llegar hasta la carretera, horadada de cráteres producidos por los coches-bomba que una batería de misiles Milano se encargaba de neutralizar.
Todavía se recibían ataques con gas mostaza y paqueo por parte de francotiradores. Pero mientras habitaba y dormía con los milicianos del PDK, no se me quitaba de la cabeza el violadero en masa del hospital de Sinjar. Tomé algunas imágenes en vídeo que en estos seis años no he enseñado a nadie -ni siquiera a mis más cercanos-, fuera de alguna organización que denuncia el genocidio yazidí. Cuando el horror se avecina, las víctimas suelen tener rostro de mujer, sobre todo cuando los agresores esgrimen una fe integrista basada en una moralidad hipócrita.
Nunca pensé en mostrar las imágenes que me recuerdan mis peores pesadillas; pero hoy que el horror se cierne de nuevo sobre millones de mujeres afganas, hoy que la yihad ha logrado una victoria que fortalecerá a sus valedores por medio mundo, he decidido hacer públicas las grabaciones y fotografías de mis tinieblas personales. Para denunciar lo que aquellos bárbaros hicieron y retratar lo que piensan hacer. Bienvenidos al horror de la yihad internacional. «Aquí hay dragones».