Sucedió hace unos años, en una radio local: un periodista vieja escuela me quiso entrevistar para su programa, cuyo nombre no recuerdo. Yo debía elegir una canción para definirme; y después -me dijo aquel tipo- empezaría la entrevista. Elegí la obertura de la banda sonora de Indiana Jones de John Williams. Una vez escuchada, el periodista tiró con todo: Me confesó en directo que la pieza elegida le parecía de baja estofa, facilona y simplona, decepcionante en alguien como yo. O no tanto, ya que me insinuó que yo le parecía un tipo excéntrico al que le gusta viajar con sombrero.
Se lo puse fácil, hay que reconocerlo, pero después, cuando dejó de entrevistarse a sí mismo y al fin pude decir algo, le solté una conferencia sobre las complejidades del mito de Indiana, que desde luego van mucho más allá de sus pobres prejuicios.
Aquel episodio me dio que pensar y me apresuré a visionar la película «Indiana Jones en busca del arca perdida». Mediaban, desde que la había visto la última vez, años atrás, muchas lecturas y muchos viajes. Y estos nuevos conocimientos me hicieron analizar el el mito con unos ojos bien distintos.
Me percaté de que, lo que para mí no había sido más que un ídolo pop ochentero, un mero héroe creado en exclusiva y sin demasiada enjundia, para el consumo juvenil, se trataba en realidad de un complejo constructo basado en biografías reales; hombres de carne y hueso que un día estuvieron vivos, más vivos de lo que suele estarlo la gente corriente. Indiana Jones no es una invención y, aunque no lo parezca, no tiene nada de liviano, sino todo lo contrario, es un icono sencillo, directo y moderno, pero dotado de un fondo complejo y muy rico desde muchos puntos de vista.
Como todas las creaciones geniales, se erige a partir de mitos, nociones subjetivas y jirones de deliciosas intoxicaciones culturales, pero todas asumidas a partir de un atisbo de verdad. Por ello se puede afirmar que el arqueólogo más famoso del celuloide existió realmente; respiró, amó, sufrió, combatió y porfió en los más inverosímiles escenarios. Jones, el personaje real, descubrió Machu Picchu y fue profesor de la Universidad de Yale (Hiram Bingham), Presidente republicano de los EE.UU. y soldado en Cuba contra los españoles (Theodor Roosevelt); geógrafo y coronel del ejército británico empeñado en buscar una ciudad perdida en el Amazonas (Percy Fawcett).
Pero además fue profeta de una secta tropical y descubridor de ruinas perdidas (Eugene Savoy), explorador de Asia y descubridor de huesos de dinosaurios (Roy Chapman Andrews), pasando por iluminado nazi (Otto Rahn), arqueólogo sionista (Vendyl Jones) y muchas otras cosas, más dispares si cabe.
La encarnación del hombre total

‘Teddy’ Roosevelt en uno de sus retratos montado a caballo
El verdadero Indiana fue muchos hombres, transmutados en uno sólo gracias a la magia del séptimo arte, que elaboró un delicioso Frankenstein a partir de retazos de personas reales. Y los hombres reales se pueden buscar. Sus pasos se pueden seguir, su mundo se puede imaginar y reconstruir con el intelecto.
Todos ellos héroes arquetípicos anglosajones y hechizados por la pureza espiritual propia de los territorios fronterizos; hombres que soñaron con descubrir ciudades perdidas, civilizaciones extintas, objetos sagrados, ríos misteriosos, fósiles de animales desaparecidos…Sus aventuras dieron lugar a toda una mitología que se plasmó en cientos de filmes y seriales que tuvieron su auge hacia la primera mitad del siglo XX.
Una panoplia de símbolos e iconos asumidos, en opinión de quien esto escribe, en el mito de Indiana Jones.
El personaje ideado por ese alquimista del cine que es George Lucas, es contundente como los zurriagazos de su látigo, su más destacado complemento; muchos lo han considerado una figura menor, nacida de la corriente pop de los ochenta; nada más alejado de la realidad; el mito se zambulle hasta alcanzar una profundidad sin precedentes dentro del género de aventuras; hoy es un icono que siluetea las aspiraciones de toda una generación; Indiana nos atraviesa y escarba en nuestro sótano interior hasta activar los atavismos más básicos y potentes; mito norteamericano por antonomasia se nutre de esa simplificación, confundida tantas veces en Europa con ingenuidad, que hizo grandes a los intelectuales yanquis de posguerra; ya lo decía Hemingway, en última instancia todo se reduce a los más bajos instintos: el amor, la sangre, el valor…
Por eso adoramos a Indiana; lo imaginamos oliendo a sudor, a cuero y a sexo; embadurnado en pólvora y sangre: lo adoramos porque nadie mejor que él representa al macho alfa, al hombre total; guerrero santo, boxeador docto, casanova honorable, saqueador sin culpa, empollón viril; es el héroe anglosajón por antonomasia; Es Jesse James tocado con sombrero fedora, Theodor Roosevelt con plaza en el departamento de Historia de la Universidad, John Huston metido a vendedor de reliquias, Henri Levy-Strauss con revólver Smith and Wesson…
Es el espíritu humano, indomable, implacable, siempre dispuesto a luchar en su búsqueda de verdad y redención.