REPORTAJE

por Martín Ibarrola

PIONERO RUTEON

Un hallazgo fortuito en la Bu-56, una de las simas más profundas del mundo, trae nueva información sobre una rara especie de coleoptero que no tiene nariz ni ojos y se guía por el olfato

Oculto en el interior de las grandes cuevas pirenaicas existe un laberinto de pequeñas grietas y fisuras que pasa inadvertido al ojo humano. Estos conductos han sido horadados durante siglos en la roca caliza y ahora constituyen el hogar un misterioso animal con el que tuve la fortuna de cruzarme una única vez. Me encontraba en uno de los muchos sótanos inexplorados de los Pirineos, a -713 metros de la superficie, y llevaba varios días sin ver la luz del sol. Allí la temperatura rozaba los cuatro grados, el agua circulaba cercana al punto de congelación y la humedad era absoluta. Solamente quedábamos tres de los cinco espeleólogos que comenzamos el descenso. Uno de nuestros compañeros había sentido “un clack” en su costilla derecha mientras forzaba una estrechez y el Doctor Josu Ceberio, ingeniero informático y aguerrido veterano de esta sima, lo acompañó de vuelta al exterior. Sus petates habían quedado a nuestro cuidado, por lo que cada uno de nosotros arrastraba tres bolsas amarillas repletas de comida, cuerdas y material de escalada.

            De pronto, Josefo Ortiz se puso a cantar. El buen humor de este conductor de autobuses madrileño parecía la mejor estrategia para no perder la paciencia, así que cada vez que un petate se nos enganchaba en un saliente tarareábamos el vals del deshollinador de Mary Poppins. Una de las muchas imágenes surrealistas que ocurren bajo tierra. Unai, un ingeniero ondarrutarra y hermano de Josu, se movía un poco más despacio que el resto, pero en su lentitud reconocía las formas geológicas de las galerías, encontrando el camino correcto cada vez que surgía una duda. Cada paso que dábamos nos alejaba más y más de la entrada, situada en el extremo noroeste del cordal de Budogia, en el macizo de Larra, en la frontera entre Navarra, Aragón y Francia. La Bu-56, también conocida como ‘Ilaminako ateak’ (las puertas de la Lamia, en euskera), albergaba un entramado de galerías, cañones, cascadas y salas abisales que descendían hasta los 1.315 metros. En los años 80 fue en la sima más profunda del mundo y ahora disputaba metros entre la primera veintena.

Los integrantes de la expedición trasladan el material hasta la sima. Fotos: Martín Ibarrola

Desde hace más de un lustro, la Unión de Espeleólogos Vascos y la Federación Navarra de Espeleología iniciaron un proyecto conjunto de exploración con unos pocos sponsors. “No buscamos batir ningún record, tan solo queremos revisar la sima de principio a fin y dibujar una topografía lo más exacta posible”, explicaba en el campamento exterior Unai Arakistain, un joven mecánico al que todos llaman Troti y que reivindicaba una política de cero residuos. Desde que Iñaki Ortillés y Jean François Pernette descubrieran en 1979 la entrada de la Bu-56, expertos de todo el mundo habían intentado hollar nuevos pasajes y realizar diferentes estudios científicos. Tristemente, a su paso también habían dejado kilos y kilos de basura. Cuerdas viejas, cable, comida podrida, mangueras, ropa y hasta plomos de buceadores. Bulto a bulto, los vascos se esforzaban por sacar parte de los desechos y esperaban hacer una gran campaña de limpieza en el futuro.

Una flecha dibujada con carburo

Nada más llegar al campamento de -500 nos apresuramos a montar el Tedra. Este aparato, inspirado en un invento del espeleosocorro francés, emitía ondas de baja frecuencia, utilizaba electrodos a modo de antena y podía establecer comunicación a un kilómetro de distancia. “Exterior para vivac de -500, ¿me recibís?”. Las interferencias dejaron escuchar la tranquilizadora y enérgica voz de Josu, que nos saludaba desde la calle: “Gabon!”. Según relató nuestro compañero, el accidentado había salido por su propio pie con una fisura en la costilla. Respiramos tranquilos y nos acomodamos en el refugio donde descansaríamos los próximos cinco días: una pila de esterillas empapadas y una tienda improvisada con tela de parapente que nos protegía de las corrientes de aire helado. Calentamos el interior con hornillos y preparamos una cena pantagruélica. Sopa de verduras, redondo relleno con pimientos rojos, bizcocho de chocolate y café capuchino  “Hay que meter alimentos de verdad en el cuerpo, no solo fideos y liofilizados. Con el estómago contento siempre se explorará mejor. Un buen plato caliente después de haber pasado frío y miseria no tiene precio”, defendía Idoia Basterrechea, encargada de la alimentación y matriarca aceptada del grupo.

           

Foto: Martín Ibarrola 

La ausencia de luz solar trastocaba la noción del tiempo y solamente el ruido de las pequeñas rocas que caían del techo marcaba el paso de las horas. “Me siento privilegiado por estar en un lugar al que solo han llegado cuatro gatos. Eso sí, estaría muy equivocado si creyera estoy aquí únicamente por mis méritos. Se me pone la carne de gallina al pensar en toda la gente que trabaja para que esto sea posible. Es quizá el proyecto más ambicioso en el que he participado”, reflexionaba Josefo, que al día siguiente se uniría al grupo de punta para explorar las secciones más profundas de la Bu-56. En aquella campaña participaban un total de 40 personas, de las cuales solamente una docena se adentraría en la cavidad. El resto hacía acopio de agua para el campamento, prospectaban el monte en busca de nuevos agujeros, revisaban el generador eólico, comunicaban con los expedicionarios, preparaban material, coordinaban los equipos… En estas campañas sobraba el compañerismo y no había rastro de individualismo. La espeleología sólo funciona en equipo, no hay más vuelta de hoja.

            Nos separamos de Josefo y nos dirigimos hacia una incógnita con la que llevábamos fantaseando todo el año. Antes del vivac de -800, una estrecha grieta aspiraba un aire gélido y prometía un acceso a galerías vírgenes. Alguno de los exploradores originales debió de barajar la misma opción, pues dejó una flecha negra dibujada con la llama de su carburero en la entrada. Buscamos la marca, reptamos al interior, avanzamos por un túnel serpenteante que terminaba en una pared de cinco metros. Decidimos escalarla, así que sacamos el taladro, las chapas de anclaje y la cuerda. La mala calidad de la roca, que se caía a cachos, retrasó un ascenso sencillo, y mientras atornillaba el último de los anclajes, vislumbré un destello de color rojo por el rabillo del ojo. Sobre la roca negruzca apareció un ser extraño. Parecía una hormiga gigante. Tenía un color ambarino, unas mandíbulas fuertes y unas antenas largas. Caminaba despacio, aunque ágil. Los habitantes de esas profundidades escasean y cualquier indicio de vida suponía una información valiosísima para los biólogos. Sin moverme del sitio, saqué un frasquito de alcohol puro y precipité el ejemplar en el interior. La escalada nos llevó hasta la base de un pozo de unos cincuenta metros sobre el que caía una cascada atomizada.

            De vuelta en el campamento, Unai quitó el barro de los apuntes topográficos y pasó a limpio sus garabatos bajo la llama del hornillo. Este ingeniero dibujaba el mapa del hallazgo con la misma pasión infantil con la que coleccionaba fósiles de pequeño. «Cuando estoy tan cansado, me encanta dibujar. Me pongo a pensar en la geología y entonces, la mente se cansa y el cuerpo se relaja. En el papel tengo la sensación de descubrir la cueva por segunda vez. Y además estoy explorando el interior de los montes que me hicieron mendizale. Guardo un vínculo especial con este paisaje”. Mientras él trazaba las curvas de la topografía, yo observaba el bicho que flotaba en el frasquito de alcohol. ¿Qué sería? ¿Cómo habría logrado sobrevivir en un lugar así de inhóspito?

Vivac a -500 metros Foto: Martín Ibarrola

La dificultad de describir una nueva especie

Tras cinco días bajo tierra, con parte de la tarea terminada, Unai y yo emprendimos el lento camino al exterior. Ascendimos los últimos 400 metros de la cavidad por una cuerda de nueve milímetros de diámetro y nuestros sentidos volvieron a activarse. Primero llegó el olor a pino, mucho más agradable que el aroma a barro y sudor seco, después notamos el calor del sol vespertino en la cara y, por último, vimos toda una variedad de tonalidades azules y verdes, colores que parecíamos haber olvidado. Nada más volver a la civilización le enseñé el frasquito de alcohol a Pilar Rodríguez, una bióloga que se dedicaba a la taxonomía, la rama de la Ciencia que nombra y clasifica aquellos animales que todavía no conocemos. La investigadora me remitió a Vicente Ortuño, un compañero especializado en esta clase de insectos subterráneos. Después de un detallado análisis, Ortuño desgrano su ascendencia animal. Se trataba de un escarabajo Coleóptero de la familia de los Carabidae, heredero de la tribu de Trechini, digno representante del género Aphaenops y posible miembro del grupo Loubensi. La especie, sin embargo, era un misterio.

            La hembra capturada mostraba algunos rasgos inusuales, diferentes a todo lo conocido hasta la fecha. “Todo apunta a que puede tratarse de una nueva especie, pero desaconsejo lanzarse a la descripción formal de ella, hasta que se pueda corroborar todo lo expuesto en este informe, mediante el estudio de más ejemplares y, a ser posible, contando también con algún ejemplar de sexo masculino”, advertía el biólogo. Ortuño me comentó que en otra época quizá habría anunciado el descubrimiento de una nueva especie, pero ahora, con la sabiduría que destilan los años, prefería mantenerse cauteloso. Los rasgos de aquel Aphaenops eran singulares, sin duda, pero podrían responder a las malformaciones de“un solo individuo aberrante”. El biólogo explicaba que uno de los problemas de la taxonomía es que que detrás del nombre de cada especie aparece el apellido de quien la estudia. Y los egos son peligrosos para la Ciencia. Con buen criterio, Ortuño prefería esperar a futuros hallazgos y evitar así anuncios precipitados.

            ¿Pero qué se sabe realmente de estos escarabajos Aphaenops? Les gustan los espacios húmedos y fríos, acostumbran a vivir a gran profundidad y son depredadores. Gracias a sus letales mandíbulas atrapan presas pequeñas, como isópodos, oligoquetos o larvas, y si no encuentran algún botín, recurren al canibalismo. Aunque su lento metabolismo les permite aguantar largos periodos sin deleitarse con un buen festín. Los Aphaenops carecen de ojos o nariz y se guían por un agudo olfato que desarrollan gracias a los receptores sensoriales de sus antenas. Esto les ayuda a detectar los aromas de sus presas o las feromonas de las hembras. A menudo, las especies de estos escarabajos viven en un único sistema de cuevas y no abandonan jamás las fronteras de su territorio.

Peligro de muerte

José Ignacio Calvo, uno de los pocos expedicionarios originales que aún se mantenía activo, recordaba la campaña de 1987 en la que recolectaron dos ejemplares de este esquivo escarabajo. Fueron clasificados por el especialista Eric Dupré como “cabidochei”, un grupo diferente al que pertenecía la hembra analizada por Vicente Ortuño. Eso significaría que varias especies del mismo escarabajo convivían en la Bu-56, algo habitual entre los insectos. Calvo sentía verdadera curiosidad por los seres que habitaban las profundidades de un macizo que conocía de memoria, pues él mismo era parte de la historia viva de aquella región caliza.

            Visitó la sima por primera vez en 1980, cuando los navarros y los franceses aún exploraban juntos. Los extranjeros representaban a la élite del país galo y estaban acostumbrados a adentrarse en lugares recónditos como las cavernas de Papúa Guinea. “Nosotros éramos más inexpertos, pero le echábamos ganas. No parábamos hasta que acabábamos el trabajo«. Aunque el veterano tampoco olvidaba el miedo que pasaron aquellos años. “Las tormentas alpinas hacen que esta sima se vuelva muy salvaje. Algunas de las cuerdas a las que nos amarrábamos quedaban sumergidas bajo el agua y la bruma de las cascadas apagaba la llama del carburo. Era un entorno hostil”. En una de aquellas crecidas, un equipo de franceses quedó atrapado en una galería durante 36 horas. Incapaces de adivinar su destino, tallaron un mensaje de despedida en una roca.

            Ese entorno no se parecía en nada al de las pequeñas fisuras donde viven los Aphaenops. Allí, las condiciones se mantienen más estables en cuanto a la atmósfera y permiten una vida alejada de los peligros y del estrés. Los solitarios escarabajos comen cada vez que tienen oportunidad y pasan el resto del tiempo vagando por los estrechos pasillos de su reino. No son fáciles de atrapar y resulta muy complicado replicar sus condiciones de vida en un laboratorio, por lo que los expertos desconocen las intimidades de este misterioso insecto. Al menos, ahora sabemos que a -700 metros de profundidad, en una cueva conocida como la BU-56, vive un Coleóptero de la familia de los Carabidae, heredero de la tribu de Trechini, digno representante del género Aphaenops y posible miembro del grupo Loubensi. Su nombre todavía es incierto.

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